Mi abuelo me regaló una navaja cuando yo tenía como trece años. Era una navaja muy buena, y muy bonita también, de una sola hoja, o sea, un cuchillo, no tenía más aditamentos. Su cacha era negra, con un águila impresa. Recuerdo que cuando regresamos a casa, en invierno, tuve que meterme la navaja en el zapato para poder pasarla en la Central de Autobuses, fue incómodo porque esa navaja mediría unos quince centímetros cerrada, y me caló mucho en el pie, después me di cuenta de que pude haberla llevado abierta, agarrada con los dientes, y no me hubieran dicho nada, pero, ¿qué se puede esperar de un niño de trece años?
Hace poco aprendí que un hombre sin navaja es un hombre sin vida. Lo aprendí por las enzeñanzas de mi amigo Hammers y también porque hace poco vi "Pedro Navaja", con Andrés García. Una película muy mala, sin duda, de la Edad Oscura del cine mexicano, los años 80, pero la carga ideológica es muy fuerte. No podemos obviar eso de "Vengo a matarte, Cumbias", con la subsecuente pelea a navaja entre Pedro y el mencionado Cumbias, con la victoria del primero, por apuñalamiento.
Al margen de las connotaciones criminales que pueda tener, gracias a estas referencias culturales tan kitsch, yo no puedo resitirme al clic de una navaja tipo stiletto, comúnmente asociadas a los pandilleros (de los 80's también), tanto por la elegancia de esa arma, como por el hecho de que yo siempre he sido afecto a las armas blancas, de cualquier tipo, aunque fueran de cartón o de palo de escoba, como las que hacía cuando era un mocoso, aunque a veces agarraba los Tramontina de la cocina y creía que eran alfanjes otomanos o dagas chinas.
Regresando a la navaja del abuelo, debo decir que era un arma soberbia, una navaja digna de aparecer en "The Warriors" o algo así, y estuvo un buen rato guardada en una caja de zapatos que a su vez estaba guardada en una cajón de madera que está (porque aún existe) metido en un lado de mi cama, porque, de todos modos yo, teniendo catorce años, no podía andar una navaja en la calle como si qué.
Pasa que un verano fui a casa de mi otro abuelo, y llevé conmigo la navaja, porque allá sí que podría andarla a todos lados y usarla aunque solo fuera para estarla abriendo y cerrando durante horas o picando la basura vegetal que se hallaba caída por allí. Un día salí a dar una vuelta con un primo, quien a su vez también tenía una navaja, aunque no se comparaba con la mía, pero no era un mal cuchillo de todos modos, el punto es que esa vez fuimos a dar una vuelta y, en un momento dado, nos sentamos bajo un árbol a platicar estupideces, como siempre. Para esto yo siempre traía la navaja en la mano, por cualquier eventualidad (¡!), y allí, sentado como estaba, la había dejado sobre la tierra; volteo, regreso a mi posición original, y ya no estaba mi cuchillo. Lógicamente, le reclamé a mi primo, y dijo que no había visto nada, algo así como una fatal omertà entre familiares. Hasta eso no hice mayor drama, y me resigné a saber que ese pelmazo me había robado mi navaja. La lección que aprendí ese día aún la conservo, no confiar en mis pinches primos, en ninguno.
Regresé a casa ese verano con una pequeña navajita que un tío me regaló, una imitación de navaja del ejército suizo, cuyo desarmador de cruz ya estaba barrido y cuya tijera ya no tenía muelle. Curiosamente, aún tengo esa navaja, nadie me la querría robar, seguro que no.
No hay comentarios:
Publicar un comentario